ESTADOS UNIDOS, ¿A LA GUERRA?

El punto es que se acabaron tres décadas de paz, en que vivimos sin riesgos de guerra nuclear, dice Pablo Hiriart.

Las sanciones económicas contra Rusia no han detenido a Putin, sino que lo han envalentonado, y su popularidad menguante de autoritario en declive se ha revertido hasta ponerlo como el presidente con mayor respaldo en el mundo, seguido del indio Narendra Modi.

Vamos a ver si Estados Unidos entra directamente a la guerra en Ucrania. Lo más probable es que no. Aunque la última palabra, sin embargo, no la tiene Biden. La tiene Putin.

El punto es que se acabaron tres décadas de paz, en que vivimos sin riesgos de guerra nuclear.

Putin le ha recordado al mundo que no todos piensan como los suecos o los canadienses, y que la guerra es consustancial a la humanidad, en la época que sea.

El rearme en el mundo ha comenzado y el poderío militar de Estados Unidos es hoy más indispensable que nunca. Adiós a la paz universal como estado permanente, según se perfilaba con la caída de la cortina de hierro.

Ayer en la tarde eran esperados en Kiev los secretarios de Estado y Defensa estadounidenses, Antony Blinken y Lloyd Austin, que no pueden ir con las manos vacías ni regresar sin un mensaje claro del compromiso de su país en Ucrania.

Los ucranianos han mostrado valor, determinación y destreza militar. Necesitan armas de primera generación, y no defenderse con remendados aviones MIG de la ex Unión Soviética.

En cambio, Rusia tiene un Ejército mal dirigido, que a dos meses de iniciada la guerra no ha podido tomar Kiev.

Vaya, ni siquiera tienen el puerto de Mariúpol completo, donde hasta ayer un grupo de milicianos resistía ferozmente en una siderúrgica, a pesar de estar rodeados, con inferioridad de efectivos y en armamento.

Pero también ha quedado claro que Putin no se va a retirar de Ucrania sin haberla destruido. Y cuando decimos “Ucrania”, es gente, instituciones, cultivos, edificios, fábricas. Ése será su triunfo. Y luego, a lo que sigue.

Las sanciones económicas deben seguir, dicen los expertos. Aunque no van a tirar a Putin por sí solas.

Éstas no han encontrado eco en naciones aliadas de Estados Unidos, como lamentó el viernes The New York Times en su editorial institucional:

“¿Las sanciones impuestas por el G-7, realmente aislarán a Rusia? No. Varios países, incluidos México, Arabia Saudita, Sudáfrica… mantienen una relación amistosa con Rusia”.

Van a hacer efecto en el bolsillo de los rusos, sí, aunque nunca los castigos económicos han hecho cambiar de opinión a un tirano.

En este caso, han causado –por ahora al menos– el efecto contrario. Previo a la invasión, los rusos estaban divididos: 52 por ciento creía que el país iba por buen camino, y ahora (de acuerdo con la reciente encuesta del prestigiado Centro Levada), el 69 por ciento cree que va bien.

La popularidad de Putin es de 83 por ciento.

Para Leonid Ragozin, periodista que trabaja desde Lituania para la BBC, Newsweek y The Washington Post, “Putin era un líder autoritario en declive que prolongó su vida política fomentando el conflicto y la polarización”.

Con la guerra, afirma, Putin “paralizó la resistencia a su régimen convirtiendo a sus partidarios en cómplices de crímenes de guerra y, a los opositores, en enemigos del Estado. Realmente (Putin) no necesitaba invadir Ucrania, necesitaba la guerra per se”.

Vladimir Putin ha planteado a los rusos un dilema mentiroso, aunque fácil de vender, con palabras sencillas que no ocultan su contenido siniestro: “ganar o ser destruidos”.

Si lo anterior lo acompaña de 15 años de cárcel a los que llamen guerra a la guerra o hablen mal del Ejército, la eficacia de su despotismo, para los fines que persigue, es redonda.

Tiene un mal Ejército y pésimos generales, pero también tiene armas nucleares capaces de destruir el planeta.

Como un suicida en la cornisa del piso 30, acaricia con el dedo el botón nuclear: “¿Para qué queremos al mundo, si Rusia no está ahí?”

La semana pasada anunció que había probado con éxito un misil balístico de alcance intercontinental con armas termonucleares superpesadas: 220 toneladas, cargado de ojivas nucleares, capaz de atacar cualquier objetivo en el lugar que sea.

El RS-28 Smart (en la prensa occidental fue bautizado como “Satanás II”), dijo Putin, es un “arma verdaderamente única: fortalecerá el potencial de combate de nuestras fuerzas armadas, garantizará de manera confiable la seguridad de Rusia frente a las amenazas externas y dará qué pensar a aquellos que, al calor de la retórica agresiva frenética, intentan amenazar a nuestro país”.

John Kirby, portavoz del Pentágono, dio una respuesta tranquilizadora a la prensa: “Sí, Rusia ya nos había notificado de su prueba de misiles balísticos intercontinentales…Estados Unidos no lo considera una amenaza, ni tampoco para sus aliados”.

Cierto, Estados Unidos tiene uno más potente aún, el Minuteman III, que Biden no ha ensayado para no poner más nervioso al suicida del piso 30, y evitar que éste se ensañe con más escarnio contra Ucrania.

Estamos de regreso a los años 80, luego de un corto verano de paz universal.

La posibilidad de que estalle el mundo, es decir todos nosotros, es de nuevo una realidad para el día menos pensado.